Y lo hizo con una tarde de lidia agridulce en la que José Tomás y Serafín Marín cortaron orejas.
Serafín Marín caminó sin energía hacia el
centro del ruedo, con una oreja sanguinolienta en cada mano, los brazos
desmayados y una bandera catalana sobre los hombros.
Miró a las gradas de la plaza Monumental de Barcelona, 20.000
espectadores a su alrededor, ni un asiento libre en el coso; dedicó las
orejas a la afición, se arrodilló, besó la arena y volvió hacia la
barrera cabizbajo, derrotado.
Marín, un torero catalán de 28 años, simbolizó con su figura alargada y desalentada la amargura y la tristeza de una afición que se despedía de los toros para siempre, al menos hasta que mande una ley que se aplicará pronto.
El 1 de enero de 2012 entra en vigor una norma aprobada por el Parlamento de Cataluña que prohíbe las corridas de toros.
El otro símbolo fue José Tomás, 36 años, un
matador madrileño idolatrado por el público catalán. Tomás, primera
espada del toreo español desde hace una década, salió al ruedo vestido
de oro y negro, luces de luto para decirle adiós a un lugar, a una gente
que lo vio crecer desde mediados de los años 90, cuando empezó a
escribir su mito de sangre, valor y milagros taurinos.
Ayer volvió a lucirse para cerrar la Monumental.
Lo anunció el maestro colombiano César Rincón antes de la corrida,
cuando caminaba apurado para entrar en la plaza y conversó con EL TIEMPO
a paso ligero.
-Señor Rincón, ¿está preparado Tomás?
No respondió. Miró con una cara de seguridad
que no requería palabras. El ex-matador iba con una sensación agridulce,
contento por ver a su amigo José Tomás e irritado por la decisión del
Parlamento catalán.
-A los taurinos nos han metido en un gueto, como hicieron los nazis -espetó Rincón antes de perderse por los intestinos de la plaza de toros.
Acertó el pronóstico. Tomás salió a hombros
con dos orejas, las mismas que Serafín Marín, cuya faena no alcanzó el
nivel de la de su compañero, pero fue premiada con el sentimiento, no
con la razón. A través de su paisano, la Cataluña taurina se regalaba dos orejas, se subía a hombros de sí misma para salir de la puerta grande con la cabeza alta, aunque ciertamente alicaída.
Durante toda la tarde, soleada, ahogada por
el bochorno mediterráneo, los olés, los gritos, los silencios, las
efusiones, la palabrería típica de las gradas taurinas -”¡Cojonazos!”,
le llamaban a Tomás confundiendo sus agallas con sus testículos; “¡Apaga
el teléfono, gamba!”, le decía un aficionado a otro al que le sonó un
ridículo tono de celular en medio de la contemplación silenciosa del
toreo de Tomás-, todo ello tuvo un poso permanente de tristeza, de
resignación por no poder retener una Fiesta que a Cataluña se le había
ido de las manos hace tiempo, perdido el gancho, perdida la pasión que
hubo cincuenta años atrás cuando en Barcelona funcionaban tres plaza a
pleno rendimiento.
El único momento en que la gente se olvidó de
que aquello no era una fiesta, sino un funeral, fue el primer toro de
José Tomás, el toro que le dio sus dos orejas.
El morlaco salió al ruedo como una locomotora
de cuero negro y 550 kilos, el matador lo acercó con el capote a la
barrera e involuntariamente lo llevó a estrellarse contra la madera,
tras pasarle más cerca de lo debido al diestro madrileño.
Su hermano, Andrés, dio un respingo de miedo detrás de las tablas. El mito de Galapagar, tan frío como siempre, se quedó mirando al animal como un témpano.
Una vez lo atrajo y lo llevó a su terreno,
José Tomás sacó del toro todo el bueno toreo que era posible, aunque el
bicho se venía abajo de vez en cuando por la debilidad de sus patas
delanteras. El matador aguantó, lo espero cuando caía, le dio oxígeno y
le sacó una serie de pases que provocaron una ola de pañuelos blancos
tras la estocada final.
La afición, ahora sí, metida en la fiesta,
pidió al presidente de la plaza que le diese las dos orejas y el rabo,
pero no hubo rabo, cosas de los presidentes.
Tomás dio la vuelta al ruedo sonriente,
recogió flores y una bandera catalana -faltó un oso de peluche, el
objeto fetiche del matador en sus primeros años como torero; paradojas
de los tipos duros-. Su fogonazo de genialidad dejó la última dosis de
tauromaquia en el punto y final de la Monumental. Marín puso el
sentimiento regional y el tercer protagonista, Juan Mora, tuvo una tarde
discreta, afeada por dos toros poco participativos.
Fuera de la plaza, en las horas previas a la
corrida, solamente hubo escaramuzas verbales entre taurinos y
anti-taurinos. Los simpatizantes de la plataforma PROU, la organización
civil que llevó al Parlamento la ley abolicionista -con un respaldo de
180.000 ciudadanos-, aparecieron a las cuatro de la tarde para celebrar
delante de la Monumental la ilegalización de los toros. Se quedaron en
la acera de enfrente. En la acera de la plaza, separados por la policía,
estaban los taurinos. Se insultaron, se hicieron gestos poco corteses.
No hubo más que eso.
La tauromaquia fue enterrada ayer en Cataluña
de una forma civilizada, con controversia y malos modos, pero sin más
sangre que la que dejaron los seis toros estoqueados en la arena de la
Monumental.
La arena. La arena que al final de la corrida
recogían los aficionados para llevarse a casa, como si fueran cascotes
del Muro de Berlín, recuerdos de un tiempo que pasó y que tal vez no
vuelva.