El pasado lunes, a eso de las 8:45 p.m., tomé la avenida Boyacá para llegar a mi casa, en el noroccidente de la ciudad.
Desde la calle 26 se divisaba el trancón por las obras que desde hace unas semanas realiza la Administración Distrital para reparar las vías.
Al pasar por debajo del puente de la calle 68, el tráfico se hizo más difícil. Transcurrían minutos antes de tener que volver a arrancar para avanzar tan sólo un metro.
Dos cuadras adelante, en esa eterna espera y cuando eran las 9:30 p.m., bajé la mirada hacia el radio para buscar algo qué escuchar. De repente, sin asomo de duda o temor por la cantidad de expectantes, un hombre joven, de saco a rayas blancas y negras y con gorra, rompió el vidrio de la ventana del copiloto para sacar mi cartera, que estaba a los pies de la silla.
Me aterró la falta de solidaridad de quienes estaban alrededor, pues ningún conductor, todos hombres, ni siquiera pitaron para alertarme o espantar al ladrón. Tan sólo un taxista atinó a decirme: "¿Qué le robaron?".
Desde la calle 26 se divisaba el trancón por las obras que desde hace unas semanas realiza la Administración Distrital para reparar las vías.
Al pasar por debajo del puente de la calle 68, el tráfico se hizo más difícil. Transcurrían minutos antes de tener que volver a arrancar para avanzar tan sólo un metro.
Dos cuadras adelante, en esa eterna espera y cuando eran las 9:30 p.m., bajé la mirada hacia el radio para buscar algo qué escuchar. De repente, sin asomo de duda o temor por la cantidad de expectantes, un hombre joven, de saco a rayas blancas y negras y con gorra, rompió el vidrio de la ventana del copiloto para sacar mi cartera, que estaba a los pies de la silla.
Me aterró la falta de solidaridad de quienes estaban alrededor, pues ningún conductor, todos hombres, ni siquiera pitaron para alertarme o espantar al ladrón. Tan sólo un taxista atinó a decirme: "¿Qué le robaron?".
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